lunes, 26 de mayo de 2008

Utopía de un hombre que está cansado (Jorge L. Borges)

Llamóla Utopía, voz griega cuyo
significado es no hay tal lugar.
Quevedo.


No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable Y cerca del Brasil, que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos
metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que
esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielorraso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero.
El hombre me indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín.
Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
- Por la ropa - me dijo -, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas
favorecía la diversidad de los pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en
papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que
será me interesan.
No dije nada y agregó:
- Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en
la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de
maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y
una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran
agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije: - ¿No te asombra mi súbita aparición?
- No - me replicó -, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a
más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
- Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido
ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos
fantásticos.
- Recuerdo haber leído sin desagrado - me contestó - dos cuentos fantásticos. Los
Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma
Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros
puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la
duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el
tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles
precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho
que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
- ¿Y cómo se llamaba tu padre?
- No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras
e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto
rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los
hombres del porvenir no sólo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.
Éste me dijo:
- Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el
año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
- Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan
preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
- Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de
una media docena. Además no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha
sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo
textos innecesarios.
- En mi curioso ayer - contesté -, prevalecía la superstición de que entre cada tarde
y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba
poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado
Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más
ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de
relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario
del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.
Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras
trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era
verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.
- ¿Dinero? - repitió -. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido
insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio.
- Como los rabinos - le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
- Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la
curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay
herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo
mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
- ¿Un hijo? - pregunté.
- Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que
es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con
certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.
Asentí.
- Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad.
Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la
filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.
- ¿Se trata de una cita? - le pregunté.
- Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
- ¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? - le dije.
- Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron
ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
- Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de
enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
- Así es - repliqué. También se hablaba de sustancias químicas y de animales
zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura
estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
- ¿Todavía hay museos y bibliotecas?
- No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay
conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe
producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
- En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su
propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
- ¿Qué sucedió con los gobiernos?
- Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a
elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban
arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa
dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar
oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin
duda habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
- He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles
y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán
mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del
cielorraso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas
rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían
proceder de la misma mano.
- Ésta es mi obra - declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una
puesta de sol y que encerraba algo infinito.
- Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro - dijo con palabra
tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero
sí casi en blanco.
- Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro
sonido.
Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran
hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
- Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
- De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
- Esperemos que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no
me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté
que el techo era a dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una
suerte de torre, coronada por una cúpula.
- Es el crematorio - dijo alguien -. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un
ademán.
- La nieve seguirá - anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de
miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.

FIN

sábado, 29 de marzo de 2008

Arena (Alejandro Dolina)

.

Los paganos admitían la existencia de divinidades toscas, imperfectas, chapuceras.
Los dioses no sólo estaban sujetos a toda clase de vaivenes éticos sino que también cometían numerosos errores en el ejercicio de su profesión: creaban universos endebles, se dejaban engañar por los humanos, desconocían el futuro, fallaban en sus cálculos.
Las grandes religiones monoteístas acuñaron la idea de la infalibilidad divina, de un poder sin grietas.
No es nuestro propósito ejercitarnos ociosamente en la lógica para entretenernos con esas paradojas que tanto divierten a los gandules agnósticos. Ahorraremos al lector la modesta perplejidad de pensar si Dios es capaz de crear un objeto tan pesado que Él mismo no pueda levantar.
Sin embargo, la historia de la arena comienza con una distracción de un Dios omnipotente.
Las tradiciones islámicas dicen que, habiendo finalizado la creación, el Señor advirtió que faltaba la arena. Grave defecto, si bien se mira. Los hombres estarían privados de la deliciosa voluptuosidad que sienten al caminar junto a los mares. El fondo de los ríos sería siempre rispido, los arquitectos carecerían de un material indispensable, los caminos no podrían suavizarse, las huellas de los enamorados serían invisibles.
Dispuesto a remediar su olvido, Dios envió al arcángel Gabriel con una enorme bolsa de arena a que la desparramara allí donde fuera necesario.
Pero el Enemigo trabaja siempre para estropear la obra divina.
Mientras Gabriel volaba con su carga inconcebible, el diablo le agujereó la bolsa. Esto sucedió exactamente sobre la región que hoy es Arabia. Casi toda la arena se volcó en ese lugar, de modo tal que las nueve décimas partes del país quedaron convertidas para siempre en un desierto.
Advertido de esta catástrofe, Dios resolvió ofrecer a los árabes algunos dones compensatorios.
Les dio un cielo lleno de estrellas como no hay otro, para que miraran siempre hacia lo alto.
Les dio el turbante, que bajo el sol del desierto es mucho más valioso que una corona.
Les dio la tienda, que es mejor que un palacio.
Les dio la espada. Les dio el camello. Les dio el caballo.
Y les dio algo más precioso que todas las otras cosas juntas: la palabra, el oro de los árabes.
Otros pueblos modelan en la piedra o los metales. Los árabes modelan en el verbo.
El poeta (el chair) es sacerdote, juez, médico, jefe. El poeta es poderoso: puede traer alegría, tristeza, encono. Puede desencadenar la venganza y la guerra. Puede matar con la palabra.
Los errores de Dios, como los de los grandes artistas, como los de los verdaderos enamorados, desencadenan tantas reparaciones felices que cabe desearlos.

sábado, 1 de marzo de 2008

V - 8 (Roberto Juarroz)



Si has perdido tu nombre,
recobraremos la puntada de las calles más solas
para llamarte sin nombrarte.

Si has perdido tu casa,
despistaremos a los guardianes de la cárcel
hasta dejarlos con su sombra y sin sus muros.

Si has perdido el amor,
publicaremos un gran bando de palomas desnudas.
para atrasar la vida y darte tiempo.

Si has perdido tus límites de hombre,
recorreremos el cruento laberinto
hasta alzar otra forma desde el fondo.

Si has perdido tus ecos o tu origen,
los buscaremos, pero hacia adelante,
en el templo final de los orígenes.

Solamente si has perdido tu pérdida,
cortaremos el hilo
para empezar de nuevo.

(de Poesía Vertical IV)

viernes, 22 de febrero de 2008

Sin querer (León Gieco)

.
Sin querer
envolví todo para regalo
hasta mis huesos
pero tu
nunca cumpliste verdaderamente tus años...
(Diego Planisich)

*************************************

Sin querer la vida y yo llegamos bien
hasta aquí, hasta hoy
No pedí nacer pero bueno, aquí voy,
como vos, como todos.


Amores que vienen y que van
Abrazo, llanto y despedidas
Sublime el sueño que me dejó
en el lugar justo donde estoy.

Sin querer me tocó ser lo que soy
día y mes, también años
No pedí que hubiera esa noche de amor
que se fue hace tanto.

Caminos que nunca se tocan
y otros se cruzan al azar
Sublime el sueño que me dejó
en el lugar justo donde estoy.


Gracias Danu por la imagen!

sábado, 2 de febrero de 2008

Sangre para un sueño (Manuel Mejía Vallejo)



Cada mente es un ventanal
lleno de hijitos filosos...
(Diego Planisich)



Soñé que atravesaba la selva

-nos dijo un día su cansancio y sacudió briznas de hojas, ramujos vegetales, como si arrancara una raíz fresca y honda.
Después lo perdimos de vista.
"Debió regresar a su sueño" -pensé, recordando que en esa ocasión traía roto el vestido y tuvieron que extraerles espinas y astillas de árboles inusitados, de palmas y árboles inusitados.
Pero una mañana volvió. Pudimos entenderle que estuvo soñando con una puñalada.

-Aquí, miren.
Se desgonzaba su fuerza cuando preguntamos qué le había ocurrido. Logró apoyarse en un brazo y levantar la cabeza, pero volvió a caer. Sin tiempo de responder si la sangre era también parte de su sueño.


jueves, 31 de enero de 2008

El beso de los dragones (Wilfredo Machado)


Quiero SER

en tus sueños
el vuelo.
(Diego Planisich)


El dragón baja desde el cielo oscuro cubierto de niebla hacia una ciudad desconocida. Recorre lentamente las calles, que están solas a esta hora, el arco de un puente por donde se desliza un río en silencio, una gasolinera abandonada, un parque solitario donde se detiene. Ahora siente el olor
mezclado al aire frío de la noche como un rastro dejado entre los árboles por otro animal desconocido. El olor lo conduce a un viejo edificio gris y sucio. De los balcones cuelgan macetas abandonadas y polvorientas. El dragón sube y se detiene en una ventana. Dentro de la habitación, un niño lo sueña tal cual es en ese instante. El dragón entra y se posa en la cama suavemente. El olor es cada vez más fuerte. Acaricia con sus garras la cabellera del niño. Luego levanta con cuidado las sábanas y mira con curiosidad y cierto orgullo las pequeñas alas de suaves escamas que comienzan a despuntar en la espalda. Entonces el dragón lo besa con ternura. El niño dentro del sueño arroja un fuego diminuto como el del amor. El dragón quisiera despertarlo, pero sabe que él es sólo la proyección de un sueño y un deseo como todas las cosas del mundo. Se aleja en silencio y regresa a la noche de donde vino. El niño nunca pudo explicar cómo comenzó el incendio dentro de la habitación.


(*) Ilustración: Ciruelo

miércoles, 30 de enero de 2008

La sombra inquieta (Gabriela Mistral)


Flor, flor de la raza mía, Sombra Inquieta,
¡qué dulce y terrible tu ëvocación!
El perfil de éxtasis, llama la silueta,
las sienes de nardo, l'habla de canción;
cabellera luenga de cálido manto,
pupilas de ruego, pecho vibrador;
ojos hondos para albergar más llanto;
pecho fino donde taladrar mejor.











Por suave, por alta, por bella ¡precita!
fatal siete veces; fatal ipobrecita!
por la honda mirada y el hondo pensar.
¡Ay! quien te condene, vea tu belleza,
mire el mundo amargo, mida tu tristeza,
¡y en rubor cubierto rompa a sollozar!

II
¡Cuánto río y fuente de cuenca colmada,
cuánta generosa y fresca merced
de aguas, para nuestra boca socarrada!
¡Y el alma, la huérfana, muriendo de sed!

Jadeante de sed, loca de infinito,
muerta de amargura, la tuya, en clamor,
dijo su ansia inmensa por plegaria y grito:
¡Agar desde el vasto yermo abrasador!

Y para abrevarse largo, largo, largo,
Cristo dio a tu cuerpo silencio y letargo,
y lo apegó a su ancho caño saciador...

El que en maldecir tu duda se apure,
que puesta la mano sobre el pecho jure:
-"Mi fe no conoce zozobra, Señor".

III
Y ahora que su planta no quiebra la grama
de nuestros senderos, y en el caminar
notamos que falta, tremolante llama,
su forma, pintando de luz el solar,

cuantos la quisimos abajo, apeguemos
la boca a la tierra, y a su corazón,
vaso de cenizas dulces, musitemos
esta formidable interrogación:

¿Hay arriba tanta leche azul de lunas,
tanta luz gloriosa de blondos estíos,
tanta insigne y honda virtud de ablución

que limpien, que laven, que albeen las brunas
manos que sangraron con garfios y en ríos
¡oh, Muerta! la carne de tu corazón?

NOTA DE LA AUTORA: Esta poesía es un comentario de un libro que, con ese título, escribió el fino prosista chileno Alone. El personaje principal es una artista que pasó dolorosamente por la vida.



(*) Ilustración: Victoria Francés

martes, 29 de enero de 2008

La noche (Eduardo Galeano)


Oh noche
que vistes mis párpados
con gotas
de cristal y de piedra
(Diego Planisich)


La noche /1

No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en la garganta.



La noche /2

Arránqueme, señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desdúdeme.



La noche /3

Yo me duermo a la orilla de una mujer: yo me duermo a la orilla de un abismo.



La noche /4

Me desprendo del abrazo, salgo a la calle.
En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna.
La luna tiene dos noches de edad.
Yo, una.


(*) Los textos pertenecen a "El libro de los abrazos"

lunes, 28 de enero de 2008

Gotán (Juan Gelman)


Cuesta entrar subir menguar partes de mí cuando el sol me acusa en su
sombra / de sus párpados caen rayos como la última luz que dejas... (Diego Planisich).



Esa mujer se parecía a la palabra nunca,
desde la nuca le subía un encanto particular,
una especie de olvido donde guardar los ojos,
esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo.

Atención atención yo gritaba atención
pero ella invadía como el amor, como la noche,
las últimas señales que hice para el otoño
se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus manos.

Dentro de mí estallaron ruidos secos,
caían a pedazos la furia, la tristeza,
la señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad.

Cuando se fue yo tiritaba como un condenado,
con un cuchillo brusco me maté
voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre,
él moverá mi boca por la última vez.


(*) Ilustración: Victoria Francés

sábado, 26 de enero de 2008

La continuidad de los parques (Julio Cortázar)


Te dejo aquí

en el parque
soñando que somos dos
te dejo aquí
mirando aquello que atribuyes al sol
aquello que sólo atribuyo a tus ojos
te dejo aquí
en compañía del gran cronopio... (Diego Planisich)


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó
por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en
tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama,
por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir
una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio
que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como
una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda
acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los
últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y
las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó
casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando
línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que
los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra
a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían
color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña
del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el
amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admira-
blemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba
las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos
furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la
libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas
como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido
desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del
amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abomina-
blemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores.
A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas
para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba,
se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la
senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la
bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa.
Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no
estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del
porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una
galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie
en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón,
y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto
respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre
en el sillón leyendo una novela.


(*) Fotografía: Diego Planisich