jueves, 31 de enero de 2008

El beso de los dragones (Wilfredo Machado)


Quiero SER

en tus sueños
el vuelo.
(Diego Planisich)


El dragón baja desde el cielo oscuro cubierto de niebla hacia una ciudad desconocida. Recorre lentamente las calles, que están solas a esta hora, el arco de un puente por donde se desliza un río en silencio, una gasolinera abandonada, un parque solitario donde se detiene. Ahora siente el olor
mezclado al aire frío de la noche como un rastro dejado entre los árboles por otro animal desconocido. El olor lo conduce a un viejo edificio gris y sucio. De los balcones cuelgan macetas abandonadas y polvorientas. El dragón sube y se detiene en una ventana. Dentro de la habitación, un niño lo sueña tal cual es en ese instante. El dragón entra y se posa en la cama suavemente. El olor es cada vez más fuerte. Acaricia con sus garras la cabellera del niño. Luego levanta con cuidado las sábanas y mira con curiosidad y cierto orgullo las pequeñas alas de suaves escamas que comienzan a despuntar en la espalda. Entonces el dragón lo besa con ternura. El niño dentro del sueño arroja un fuego diminuto como el del amor. El dragón quisiera despertarlo, pero sabe que él es sólo la proyección de un sueño y un deseo como todas las cosas del mundo. Se aleja en silencio y regresa a la noche de donde vino. El niño nunca pudo explicar cómo comenzó el incendio dentro de la habitación.


(*) Ilustración: Ciruelo

miércoles, 30 de enero de 2008

La sombra inquieta (Gabriela Mistral)


Flor, flor de la raza mía, Sombra Inquieta,
¡qué dulce y terrible tu ëvocación!
El perfil de éxtasis, llama la silueta,
las sienes de nardo, l'habla de canción;
cabellera luenga de cálido manto,
pupilas de ruego, pecho vibrador;
ojos hondos para albergar más llanto;
pecho fino donde taladrar mejor.











Por suave, por alta, por bella ¡precita!
fatal siete veces; fatal ipobrecita!
por la honda mirada y el hondo pensar.
¡Ay! quien te condene, vea tu belleza,
mire el mundo amargo, mida tu tristeza,
¡y en rubor cubierto rompa a sollozar!

II
¡Cuánto río y fuente de cuenca colmada,
cuánta generosa y fresca merced
de aguas, para nuestra boca socarrada!
¡Y el alma, la huérfana, muriendo de sed!

Jadeante de sed, loca de infinito,
muerta de amargura, la tuya, en clamor,
dijo su ansia inmensa por plegaria y grito:
¡Agar desde el vasto yermo abrasador!

Y para abrevarse largo, largo, largo,
Cristo dio a tu cuerpo silencio y letargo,
y lo apegó a su ancho caño saciador...

El que en maldecir tu duda se apure,
que puesta la mano sobre el pecho jure:
-"Mi fe no conoce zozobra, Señor".

III
Y ahora que su planta no quiebra la grama
de nuestros senderos, y en el caminar
notamos que falta, tremolante llama,
su forma, pintando de luz el solar,

cuantos la quisimos abajo, apeguemos
la boca a la tierra, y a su corazón,
vaso de cenizas dulces, musitemos
esta formidable interrogación:

¿Hay arriba tanta leche azul de lunas,
tanta luz gloriosa de blondos estíos,
tanta insigne y honda virtud de ablución

que limpien, que laven, que albeen las brunas
manos que sangraron con garfios y en ríos
¡oh, Muerta! la carne de tu corazón?

NOTA DE LA AUTORA: Esta poesía es un comentario de un libro que, con ese título, escribió el fino prosista chileno Alone. El personaje principal es una artista que pasó dolorosamente por la vida.



(*) Ilustración: Victoria Francés

martes, 29 de enero de 2008

La noche (Eduardo Galeano)


Oh noche
que vistes mis párpados
con gotas
de cristal y de piedra
(Diego Planisich)


La noche /1

No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en la garganta.



La noche /2

Arránqueme, señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desdúdeme.



La noche /3

Yo me duermo a la orilla de una mujer: yo me duermo a la orilla de un abismo.



La noche /4

Me desprendo del abrazo, salgo a la calle.
En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna.
La luna tiene dos noches de edad.
Yo, una.


(*) Los textos pertenecen a "El libro de los abrazos"

lunes, 28 de enero de 2008

Gotán (Juan Gelman)


Cuesta entrar subir menguar partes de mí cuando el sol me acusa en su
sombra / de sus párpados caen rayos como la última luz que dejas... (Diego Planisich).



Esa mujer se parecía a la palabra nunca,
desde la nuca le subía un encanto particular,
una especie de olvido donde guardar los ojos,
esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo.

Atención atención yo gritaba atención
pero ella invadía como el amor, como la noche,
las últimas señales que hice para el otoño
se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus manos.

Dentro de mí estallaron ruidos secos,
caían a pedazos la furia, la tristeza,
la señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad.

Cuando se fue yo tiritaba como un condenado,
con un cuchillo brusco me maté
voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre,
él moverá mi boca por la última vez.


(*) Ilustración: Victoria Francés

sábado, 26 de enero de 2008

La continuidad de los parques (Julio Cortázar)


Te dejo aquí

en el parque
soñando que somos dos
te dejo aquí
mirando aquello que atribuyes al sol
aquello que sólo atribuyo a tus ojos
te dejo aquí
en compañía del gran cronopio... (Diego Planisich)


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó
por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en
tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama,
por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir
una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio
que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como
una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda
acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los
últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y
las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó
casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando
línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que
los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra
a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían
color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña
del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el
amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admira-
blemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba
las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos
furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la
libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas
como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido
desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del
amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abomina-
blemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores.
A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas
para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba,
se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la
senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la
bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa.
Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no
estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del
porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una
galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie
en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón,
y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto
respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre
en el sillón leyendo una novela.


(*) Fotografía: Diego Planisich